jueves, 18 de junio de 2009

UNA HISTORIA COMO CUALQUIERA

Se llamaba Elcira o Alcira, para el caso era lo mismo ya que en el barrio le decían la hija de Marga. Era como si el nombre se le hubiera borrado a fuerza de no usarlo ni siquiera para hacer algún trámite. Lo cierto es que ni trámites hacía.
Los más jóvenes la recordaban desde que tenían uso de razón y los más viejos, desde que ella había nacido. Los padres habían llegado desde Europa durante la Segunda Guerra y se instalaron en nuestro bendito país que los acogió con los brazos abiertos, tal es así que a los pocos años y no sin esfuerzo pudieron comprar un terreno yermo en la mitad de la cuadra del pasaje que apenas comenzaba a crecer. A los cinco años de haberse afincado nació Elcira o Alcira.

La casa era de madera con techos de chapa, las paredes del patio que la rodeaban a duras penas alcanzaban el rango de tapial, bastaba con ponerse en punta de pie para atisbar hacia adentro.
Marga, la madre, era pequeña, enjuta, con la gran nariz desfigurada por un moretón permanente que, según se decía, era producto de la coz de un caballo en su pueblo natal de allende los mares. Tenía la voz aguda, tanto que dolían los oídos de sólo escucharla. Era una persona limitada hasta en las nimiedades, pero tenía un corazón de princesa aunque dudo de que supiera que existía ese abolengo. El padre, Heriberto, era un poco más despierto si se quiere, y sólo si se quiere. No presentaba señas física particularmente destacables ni un carácter que lo identificara de alguna manera u otra.
Dicen las malas lenguas, las de los viejos del barrio claro, que el marido solía correr a su mujer desnuda alrededor de la casa de madera como parte de un juego erótico e infantil. Eso antes de que naciera su hija.
Cuando tuvo su primer embarazo la mujer ni siquiera lo sabía, tal es así que cuando llegó el momento de parir se agachó en medio de los yuyos del patio y dio a luz un niño muerto. Quién sabe si se hubiera salvado de no ser por tanta ignorancia.
El segundo embarazo ya la tomó más prevenida aunque jamás se hizo ver por un médico. Por lo menos sabía que llevaba dentro de sí una nueva vida.
Aquella noche de 1950, el esposo desesperado llamó a la puerta de la vecina de al lado diciendo que su mujer sangraba de “allí abajo”.
Cuando la vecina corrió para ayudar, encontró a Marga tendida sobre la mesa de madera de la cocina tomándose el bajo vientre y gritando como loca porque ya había roto bolsa y comenzado el trabajo de parto. A duras penas lograron entre ambos, Heriberto y la vecina, poner a la parturienta en pie al tiempo que la llevaban hasta la puerta y hacían desesperadas señas al carro del basurero que pasaba por la cuadra, para que ayudara en ese momento crítico.
De este modo la subieron como pudieron sobre la tabla pelada al lado del basurero que guiaba a los caballos y así llegaron en tropel hasta el hospital del barrio donde nació Elcira o Alcira que nunca se habría de enterar de tan ingrato momento.
La niña se crió prácticamente sola. La pobre Marga no tenía ni siquiera instinto materno. El padre trabajaba en lo que podía y en lo que iba aprendiendo a fuerza de voluntad y necesidad como albañilería, plomería y esas cosas. Los vecinos resultaron de gran ayuda para que la beba no siguiera el infortunado camino de su hermano.

Más adelante hizo la escuela primaria y allí quedó estancada su cultura fluctuando entre dos mundos que poco tenían en común, es decir, su casa por dentro y el resto del mundo del otro lado de la puerta. Para la época y el entorno no estaba nada mal a decir verdad. Resultó gauchita y buena persona, tal vez porque veía que la gente la ayudaba, así que ella también comenzó a ocuparse de ellos con total desinterés, con la naturalidad de devolver lo que recibía.
El tiempo se llevó a sus padres cuando ella peinaba los cuarenta y pico, sin que supiera nunca lo que era el amor de un hombre.
Era corpulenta, de estatura mediana. La cara regordeta estaba enmarcada por un cabello lacio, mal cortado y casi siempre desprolijo.
Hacía tareas domésticas. También cuidaba enfermos y en el vecindario no le faltaba trabajo ni un bocado para comer.

En el otoño del ’95 don Juan, el viejito de la otra cuadra, cayó con neumonía. Una vez más los vecinos intervinieron y entre todos pagaron a Elcira o Alcira para que lo cuidara, ya que el hombre era soltero y no se le conocía ningún pariente.
Don Juan, igual que Elcira o Alcira, tenía su historia o por lo menos la que le había inventado la gente a fuerza de aguantarse la discreción del viejo.
Se comentaba que don Juan Alberto María del Carril Oviedo y Castañeda oriundo de la Madre Patria, no era tan pobretón como aparentaba en su austeridad cotidiana, austeridad rayana en la miseria, sino que merced a su particular visión de la vida había acumulado año tras año una considerable fortuna en pesos, y alhajas que habían pertenecido a la madre, abuela y demás ascendientes mujeres de su familia.
En algún momento dejó deslizar en sus comentarios que provenía de la flor y nata de la sociedad andaluz. Sus modales eran cuidados y se dirigía a sus interlocutores con una afectación propia de un señor, aunque saliera a la puerta de su casa con pantalón pijama, camiseta y pantuflas gastadas.
Vivía en la esquina mejor ubicada del pasaje San Agustín. Si bien la casa constaba de una sola planta, las muchas habitaciones y la amplitud de las mismas hacían que ésta se viera como el señorial aposento de un amo feudal.
Creíase, no sin razón, que había mantenido su soltería solamente para preservar su patrimonio puesto que de joven se le conocieron varias aventuras amorosas que no pasaron a mayores.
Nadie podía corroborar estos rumores que se mantuvieron incólumes a lo largo de los cincuenta años que llevaba en el barrio.

Ahora que le habían dado de alta en el hospital, el mismo donde naciera Elcira o Alcira, esperaba desde su lecho de convaleciente que su destino se cruzara una vez más con el de esa mujer que lo atendería de aquí en adelante.
Don Juan bien podría haber sido el padre de Elcira o Alcira aunque más no fuera por la diferencia de edad. Por otra parte era evidentemente notoria la diferencia socio cultural que había entre ambos, lo cual no le preocupaba a nadie salvo a una que otra vieja envidiosa y sagaz que estaba dispuesta a limpiar las heces del anciano solamente por ver si podía sonsacarle el dato de su supuesta fortuna.
La hija de Marga golpeó la puerta de don Juan que se cerró tras de ella dejando en el umbral los comentarios insidiosos de aquellos que justamente la habían empujado a la ingrata tarea con el único objetivo de mantener tranquila la conciencia.
Sólo la primera semana le pagaron los vecinos a Elcira o Alcira la magra paga por su dedicación al viejo. Parecía que ellos se hubieron arrepentido, que se dieron cuenta que don Juan podía costearse el trabajo de la muchacha y que la hija de Marga podía beneficiarse a su costa.

Lo cierto es que la mujer salía nada más que a realizar las compras. Se veía desde la vereda la ropa colgada en la terraza: muchas sábanas, toallas y ropa interior de don Juan. Era evidente que la salud del viejo se deterioraba día tras día. Los vecinos notaron en varias oportunidades la ambulancia en la puerta del hombre. Todo eran conjeturas en el barrio. Elcira o Alcira casi no iba a su propia casa más que cada tanto para abrir las desvencijadas ventanas y orear los húmedos ambientes.
Promediaba el invierno. Las calles estaban casi vacías, los corrillos callejeros finalmente se habían acallado y la gente se ocupaba cada una de sus propios asuntos. Ya casi no se hablaba de don Juan.

Un día, el menos esperado, volvió la ambulancia a la casa del viejo. Detrás de las persianas entornadas la chusma pispeaba descaradamente, ávida de noticias después de tanto tiempo de aletargado silencio.
Al cabo de casi una hora la ambulancia se retiró sin llevarse al paciente.
Esa misma noche la atribulada pero impecable señora Alcira Sanz de Del Carril Oviedo y Castañeda, participaba a sus vecinos el fallecimiento de su esposo don Juan invitándolos a la misa In Memoriam que se realizaría al día siguiente antes del sepelio en Cementerio privado.
La flamante esposa-viuda sepultó junto al esposo su propio pasado y abandonando su casa de madera con techos de chapa, se afincó en la casona de la esquina que remodeló coquetamente.
Y cada tarde cuando henchida de afeites salía a casa de sus nuevas amistades para jugar a la canasta, los vecinos del barrio ésos que antes no sabían si se llamaba Elcira o Alcira y era la hija de Marga, la saludaban con un gesto obligado y resentido porque se habían dado cuenta que ellos le habían ofrecido gato y finalmente ella había cocinado liebre.


(En Argentina, “hacer pasar gato por liebre”, significa dar una cosa por otra, engañar)

14 comentarios:

Javier Sánchez Menéndez dijo...

Me identifico, conozco a una Marga, y bueno, qué te voy a decir.

Un fuerte abrazo.

mari dijo...

YO TAMBIEN CONOZCO A UNA MARGA Y TU TAMBIEN...CON DIFUNTO Y SE QUEDO LA CASA,CUANDO EL DIFUNTO RESUCITE DE ENTRE LAS LETRAS,QUE SUSTO LA MARGA!!!!

BESITOS MI REINA.

Liliana G. dijo...

Creo que hay una Marga en cada ciudad y pueblo del mundo, Javier. Cada lugar tiene su propio personaje que se constituye en parte del paisaje.

Gracias por tener la paciencia de leer el relato.

Un cariño grande.

Liliana G. dijo...

JAJAJAJA ¡Qué genial que sos Mari! ¡Cuánta razón tenés! Verdad que no se me había ocurrido... (Justo como anillo al dedo, jajaja)

Me has hecho reír de verdad.

Muchos besos.

Charly T. dijo...

Quién más, quién menos, todos conocemos alguna hija de Marga, pero ¡qué forma tan llana de contar la historia! Creo que de allí viene que nos sintamos parte de ella, tocados y hasta movidos por algún recuerdo aunque no nos involucre personalmente.
Una narración impecable...
Besos.

Liliana G. dijo...

Admito que la historia tiene una base real Charly, por lo que me pareció que este tipo de relatos no admitía metáfora alguna, de allí lo llana. Me alegra que te gustara.
Gracias.
Un besote.

Anónimo dijo...

Muy buena historia Lili, y relatada de maner impecable.
Es cierto, en cada sociedad hay un personaje cuya historia queda en las memorias de la gente.

Besitos

Anónimo dijo...

Muy bueno esto de extraer una historia, podría decirse común, y escribir un cuento.
Algunos detalles son asombrosos, quizás verdaderos, aunque la realidad muchas veces supera a la fantasía como ya sabemos.
Un beso grande, Lili.

Marcos

Liliana G. dijo...

Claro Fiamma, y ellos también se merecen que le dediquemos nuestras Letras.
Gracias amiga.
Muchos cariños.

Liliana G. dijo...

Tenés razón Marcos, la realidad supera a la fantasía con creces, ésa es la magia de la vida.
Muchas gracias y fuerte abrazo.

PATSY dijo...

Me gusta la historia, está relatada con naturalidad, sin metáforas ni estridencias.
Muy buena. Siempre de lo mejor.
Cariños Lili.

Liliana G. dijo...

Es que las metáforas o las estridencias no se justifican en este tipo de tema Nirvana. Hay determinadas ocasiones donde estas figuras cuadran, pero no en ésta donde el relato refleja una realidad que a pesar de cierta ironía, es dura.
Gracias amiga.
Un besote.

Linus dijo...

Creo que tu cuento es un homenaje a todos esos personajes que transitan por nuestros pueblos y ciudades pasando por la vida sin penas ni gloria, pero que siempre dejan huella en nuestro recuerdo.
Mi niña, te has lucido, no muchos escribirían sobre ellos.
Besos.

Liliana G. dijo...

Es cierto que muchos personajes son comunes a diferentes pueblos, pero también es cierto que ya se ha escrito sobre ellos.
Muchas gracias, amigo.
Un cariño.