sábado, 30 de mayo de 2009

AHORA QUE SOY LIBRE

¡Derrumbé mis propias fronteras! ¡Soy libre!
Las cadenas que una vez me aprisionaron yacen herrumbradas a mis plantas y el candado de aquel grillete torturante duerme el sueño eterno de los inútiles. En otros tiempos apenas si vislumbraba el resplandor de la luna colándose entre los intersticios de mi celda. Ahora mi vista se pierde allende los campos, sobre el horizonte, donde el alambrado de púas arranca un ramillete de sangre al magistral ocaso.
Antes, caminaba en círculos rebotando contra las paredes y socavando con mi andar desesperado las piedras de aquel piso frío y gris. Ahora, se me dio a elegir entre los senderos que no acaban sino más allá del infinito donde no llega siquiera la inmaterial sustancia de mi pensamiento,
En otros tiempos comía del horroroso festín de la ignorancia apretando los ojos en un intento por borrar de la mente la imagen de aquellos desperdicios que me eran ofrecidos como único alimento. Ahora, se me ha servido el banquete reservado a los grandes y puedo saborear el elixir de la vida en la exquisita copa de la sabiduría.
Antes no podía pensar siquiera en otros mundos sin correr el riesgo de agotar mis últimas fuerzas en el intento ya que me resultaba imposible asumir esa idea habiendo nacido en miserable cautiverio.
En cambio, ahora que soy libre, vuelo sobre eternidades pobladas de seres que como yo, buscan el arcoiris para proyectarse sobre la tierra con los cálidos rayos de la esperanza.
Alguna vez perdí las uñas al rasquetear las piedras que me rodeaban tratando de encontrar un resabio de naturaleza, más ahora mis dedos se hunden suaves en la fértil tierra cuando deposito la simiente fecunda de la vida y descubro alborozada el milagro de la siembra.
Tantos fueron los años de aquella soledad entre millones, de aquel vacío limitado por las únicas vivencias que el espacio me ofrecía, que ahora me resulta fantásticamente extraño el aire puro que respiro y el agua cristalina con que apaciguo mi sed cuando el sol calienta la arena bajo mis pies.
Porque de tanto caminar mi libertad, toparon mis pasos con el mar. Y fui cielo, y fui agua, y fui sal..., fui gaviota, fui orilla y un poco más allá, horizonte donde las olas danzan con la música del viento y el murmullo infinito de las distancias.
¡Ahora que soy libre, no puedo detenerme nunca más!

miércoles, 27 de mayo de 2009

CLARA Y EL MAR

Clara, la hacedora de sus propios días. Recostada sobre la playa bebiéndose de a poco el sol de estío, podía encrespar las olas en un tumulto de espejos o hacer girar los vientos en su vaivén alocado. Podía formar remolinos de arena que danzaban siguiendo el compás de una música imaginaria o convocar espesas nubes de lluvia que hacían llorar a los cielos salitre de penas.
Nadie sabía quién era Clara ni de dónde venía, nadie le preguntaba nada y ella no hablaba más que con el mar. Le arrancaba confesiones del pasado hundidas en su lecho abismal reflotando aquellas historias que habían naufragado allá abajo, en el verdor profundo y frío que se perdía en tumbas de milenios. Durante la noche caminaba sobre el reflejo de la luna llena que plateaba la superficie del agua y siguiendo aquel sendero de luz que la llevaba hacia las estrellas prendía en silencio su propio lucero.
Pero un velo de nostalgia opacaba aquellos ojos transparentes y hacía que su mirada se perdiera más allá del horizonte donde reinan las sombras de la muerte.
Clara era sobre la arena la hacedora de sus días, pero en el mar tenía forjado su verdadero destino de ensueños. Como un pez fuera del agua que espera la marea para volver a nadar, así esperaba ella su propia marea hecha de antiguos recuerdos de sal.
Y un día la marea llegó y se llevó a Clara.
La vieron nadar entre un séquito de nereidas hacia las deslumbrantes profundidades de su reino llevándose consigo un nombre que alguien le ofreció al pasar. Y como una perla entrando a su ostra, Clara volvió al mar.

lunes, 25 de mayo de 2009

LA CASA DEL TÍO PACO

Por empezar debo decir que la casa no es mía. Me la prestó el tío Paco, que con su característico sentido del humor, no tuvo mejor idea que suicidarse coquetamente en el jardín trasero de su residencia para averiguar por sí mismo, si hay vida o no, después de la muerte, hecho lo cual realizó un contrato de alquiler conmigo con vencimiento en la eternidad.
No me gusta la casa, le tengo franca antipatía.
No es por lo vieja y solitaria, no. Es una cuestión de piel entre ella y yo, porque presiento que la muy cretina no me quiere en su interior, tan instalada que estoy con mis libros, mi computadora y mi enorme gato mascota.
Al gato tampoco le gusta vivir aquí. Da vueltas casi todo el día y no encuentra ningún rincón cómodo similar al que estaba acostumbrado.
Paciencia. Ni el gato ni yo estamos en condiciones de pagar un alquiler por un domicilio que se pueda considerar decente.
Así que debemos acostumbrarnos, la casa y nosotros.
-¿En qué me metiste tío Paco? –pregunto sin esperar respuesta, pues si la hubiera, yo tendría que pedir asilo en el neuropsiquiátrico de la vuelta.
De todos modos la casa es bastante “especial”. De noche se escuchan crujir las puertas, el piso, qué sé yo; me despierto incómoda y luego me cuesta conciliar sueño nuevamente.
Por supuesto que no tengo miedo, la ignorancia no es mi fuerte. Pero puedo asegurar que a veces me levanto para ver si todo está en orden, y como una loca que habla sola, llamo al tío Paco para que vuelva a poner las cosas en su lugar.
El tío no me contesta, tal vez se esté riendo de mí a mandíbula batiente en el más allá, si es que en dicho lugar todavía tiene puesta la mandíbula.
En otras oportunidades, y sabe Dios que no miento, cuando de noche me levanté para tomar agua o ir al baño, una pequeña luz fluorescente voló vertiginosamente delante mío. Fue una fracción de segundos, tal es así que luego dudé de haberla visto, sólo lo corroboré luego de que me pasara varias veces.
Yo estoy convencida que es la contestación de Paco que llegó un poco tarde, como el correo, así que cuando me vuelve a suceder, me acuesto contenta de no haber hablado sola a pesar de que me ronda la idea del hospicio.
La casa me odia, lo sé, y está tratando de echarme.
¡Pobre de ella si cree que va a salirse con la suya! Soy más porfiada que mi tío y cuando más desaires me haga, más me voy a empeñar en quedarme.
Ayer por ejemplo, cuando estaba escribiendo uno de mis libros y la temperatura rondaba los seis grados Celsius, se le ocurrió abrir las ventanas de todas las habitaciones de par en par, con lo cual el viento frío desparramó mis papeles por doquier y el gato, asustado, me arañó el único tapizado sano que quedaba en los sillones del living.
-¡Tío Pacoooooooooo...! ¡Hacé algo, querés!-
Pero Paco era como la casa, de puro chistoso no me dio ni la hora.
Así que tuve que correr de habitación en habitación cerrando las malditas ventanas, que cuando yo me daba vuelta se volvían a abrir. Solucioné el problema poniendo a cada cual su traba, y la que no tenía, la aseguré con algún mueble.
Demás está contar otras travesuras de la casa salvo la última, la de esta mañana, que me dio la pauta de lo que estaba pasando.
Después del desayuno y siguiendo la rutina diaria, limpié a disgusto, para qué negarlo, este hogar impuesto por las circunstancias y luego decidí pasear un rato por el jardín trasero, justo allí donde mi buen tío Paco había decidido pasar por voluntad propia a la inmortalidad.
Y por parafrasear a Antonio Machado cuando decía aquél que habla solo, hablará con Dios un día..., me embarqué en desigual coloquio con mi tío, pero como él no podía contestarme, cualquiera que me hubiera escuchado podría haber pensado que estaba ensayando una obra de teatro.
Hasta que vaya uno a saber por qué designio divino, la enredadera que tanto cuidaba el tío, separó algunos sarmientos del muro de piedra donde se apoyaba y rozó mis cabellos con gentileza.
-¡Tenías razón tío! –le hablé al viento-. Ahora sé que estás vivo de alguna manera, tal vez no seas bajito y gordinflón como cuando estabas aquí –la enredadera se sacudió un poco-, pero seguís siendo tan cariñoso como siempre.
Con mis últimas palabras, se escucharon fuertes ruidos provenientes del interior de la casa. Corrí hacia la puerta de entrada y desde allí pude ver que, en un ataque de histeria, la casa hacía todo lo que sabía hacer a un mismo tiempo.
Cualquiera hubiera salido espantado, pero no yo. Precisamente descubrí por qué la casa no me quería: extrañaba a su dueño y no podía consentir que él se comunicara conmigo y no con ella.
Sí señor, la casa estaba celosa. Yo a su criterio, era una perfecta intrusa.
¿Cómo se le habla a una casa para convencerla de algo? Después de pensar esto me asumí como demente.
Pero como no tenía nada que perder, decidí ocuparme de ella en forma diferente a cómo lo estaba haciendo hasta entonces.
Encendí el DVD, coloqué un CD de León Gieco –se me ocurrió que a la casa le gustaría-, corrí algunos muebles de lugar incluido el almohadón del gato; coloqué un ramo de margaritas recién cortadas en un florero, sobre la mesa ratona del recibidor. Pulí concienzudamente los antiguos bronces y enceré aquellos deslucidos y abandonados pisos de madera.
Concluida la tarea me estiré sobre la cama para descansar un rato, sin ganas ya de intentar nada. En ese momento la casa me hubiera ganado la batalla de haberlo querido. Esperé ansiosa algún indicio fatídico. Pero no, ni un ruido, ni un crujido. Si hasta las ventanas, que eran las más susceptibles, hacían ondear plácidamente sus respectivas cortinas.
Había dado en la tecla. Lástima que no se me ocurrió antes, me hubiera evitado un montón de rabietas, claro que jamás me hubiera enterado que cada cosa tiene su alma.
-¡Chau tío Paco! Seguimos charlando otro día, porque a pesar del cansancio tengo que ir a rescatar al gato, que de puro espantado quedó colgado en la copa del árbol de mi vecina.