viernes, 31 de julio de 2009

Y FUI TIERRA





Desde adentro de las casas escuché en silencio el llanto desesperado de los trigales que se ahogaban entre las nubes de tierra seca que ya no alimentaban las raíces mustias en sus entrañas. Escuché a los árboles desprenderse de sus hojas y a los pájaros huir de los polvorientos nidos. Escuché a las flores silvestres cuando se marchitaban en los bordes del camino y a la hierba que se calcinaba tapizando de ocre el campo triste, que de a poco, estaba muriendo.

Quise compartir la esperanza de los ciegos y salí a caminar entre aquellos senderos que se habían borrado cansados de esperar que alguna huella marcara sus sinuosas curvas minerales y ahora recibían mis pasos con la dureza del que no se da por vencido. Caminé en línea recta casi dos horas al cabo de las cuales me encontré nada más que entre el cielo y la tierra. Allí alcé los brazos en un primigenio gesto de plegaria y el viento se llevó mis oraciones a los confines del horizonte, allí donde el alambrado de púas le arrancaba un ramillete de sangre al magistral ocaso, susurrándole al sol que el hombre le pedía una tregua que le permitiera salvar su cosecha.

Al fin alguien escuchó mis lamentos. ¿Dios? ¿El viento? ¿Los espíritus antiguos de la Madre Tierra, o simplemente eran los ecos de mi corazón palpitante que atronaban el espacio desierto? Un silbido agudo rompió la calma elevando el polvo hacia las alturas mientras los trigales, mis trigales, comenzaban la danza desenfrenada de las tormentas justo cuando las primeras gotas espesas arrancaban al suelo el acre vaho de la tierra húmeda.

¡Oh, la delicia de los sueños platinados con los espejos de la lluvia! ¡La nutriente salvadora de los fecundos vergeles de mi patria! El gris plomizo del cielo resultó la cuna de los anhelos más profundos de mis trigales que recibían, como un elixir de gloria, el agua que se escurría de a poco hacia sus raíces sedientas, aquellas raíces que casi habían perdido sus esperanzas. Y allí, en medio del prodigio divino, salpicada de barro, con las briznas de hierba pegadas al cuerpo, lloré... y mis lágrimas se unieron a aquel universo de gotas, arrastrando la gratitud de mis ancestros hasta el vientre palpitante de mi tierra.

domingo, 26 de julio de 2009

LA REBELIÓN DE LOS RELOJES


Vi un mundo acelerado donde sus habitantes apenas tenían oportunidad de beberse las nostalgias observando las mil normas que regían sus días y obedeciendo al único tirano al cual nunca pudieron derrotar. Y para mejor honrarlo no tuvieron otra idea que la de haber inventado el aparato que les sirviera para medir la fuerza de su poderío aplastando en su desmesurada carrera lo poco que iba quedando de los hombres. El reloj les sirvió entonces para determinar el paso de las horas marcando una sucesión de días, años, décadas y milenios que vieron cómo iban quedando en el camino las tumbas abiertas de las generaciones aniquiladas.

Pero un día, nadie supo cuándo, los relojes de todo el mundo, los automáticos, los mecánicos, de pilas, de lithium, de péndulo, los de los campanarios y torres que había sobre la Tierra detuvieron al unísono sus máquinas infernales. Inmediatamente la gente se sintió liberada de aquella cárcel con barrotes de manecillas circundantes y se estancó en un mundo rígido que desafiaba a las leyes naturales.

El hormigueo incesante de las grandes ciudades se convirtió solamente en objeto de recuerdos. Cada ser humano, cada planta, cada animal se perpetuó para siempre en frías estatuas de viento. Las hojas de los árboles no cayeron, las flores se quedaron con sus capullos cerrados, los ríos detuvieron el arrullo mágico de las aguas y en el mar, las crestas de las olas quedaron estáticas en insólitas alturas.

Los jueces no pudieron dejar caer sus martillos para dictar sentencia y más de un millón de convictos quedaron atrapados en una realidad vacía como en una cárcel-trampa peligrosa y hostil. Las fuentes de las plazas murieron de nostalgia cuando ya no hubo nadie que se acercara para ver su reflejo en el agua dormida. Qué decir del sol que alumbraba sin llegar a calentar los corazones, y del otro lado del mundo, la noche estanca de estrellas que repartía soledades a los ojos ciegos del tiempo.

Ese día no hubo muertos. Allí quedaron los que ya estaban condenados, suspendidos del delgado sedal de su destino esperando que la muerte tampoco pudiera mover su propio péndulo. Y la muerte no pasó… Aquéllos que lloraban, inundaron su alma con un llanto infinito, aquéllos que estaban felices llevaron en su rostro la sonrisa dibujada para siempre como máscaras de antiguos y trágicos teatros.

Ya no existía ningún punto de referencia que anudara pasado, presente y futuro, estando todo situado en el mismo lugar y en el mismo y único momento.
Cuando parecía que la Tierra se había convertido en una carcasa vacía de ilusiones y miserias, despojada y solitaria, un brillo místico horadó aquel espacio muerto llegando hasta el alma de los recuerdos e inundando con su luz la cúspide del tiempo.

Fue entonces cuando se escuchó un tímido “tic” martillando esa cuna de silencios, al que le siguió un indeciso “tac” y como un corazón que vuelve a la vida de la misma manera comenzó a funcionar un reloj. A éste lo siguieron otros, y otros más… y en interminable cadena de tañidos, uno a uno comenzó a desperezarse de aquel letargo de siglos sacudiéndose el polvo de la espera, y con ellos despertaron también los hombres y con los hombres volvió a caminar el mundo, ignorando que alguna vez los relojes se habían detenido en una rebelión absurda cargada de mensajes que casi nadie comprendería y que a nadie le importaba comprender…

miércoles, 22 de julio de 2009

FANTASMAS DE BUENOS AIRES


¿Te acordás Buenos Aires del guapo y del farol, del tiempo aquél donde cada flor era un poema y cada esquina un tango triste con bandoneón de arrabal?
Vení conmigo, te invito a soñar…



Ciudad temperamental, desordenada, nuestra… dejame que hoy encienda la llama almibarada de la nostalgia y desnude parte del pasado que se quedó acurrucado entre tus senos, esperando que alguien como yo lo descubra con su canto. Porque, no lo dudes, es un canto volver a escuchar el pesado traqueteo del tranvía sobre los relucientes rieles que hoy yacen bajo su tumba de cemento, asomándose en algunos casos como parte de un osario irreverente. Es un canto volver a escuchar, desde aquella niñez que ya se escapó de entre mis manos, los ronquidos de las chatitas destartaladas que se cuidaban como reliquias porque eran el capital inapreciable del trabajo.

¡Qué decir de los camiones! Empachados de adornos, luciendo con orgullo los arabescos de un fileteado sin fin, junto al plateado rutilante del niquelado y que hoy duermen el sueño eterno de la herrumbre. Automóviles negros, aparatosos, nobles, que como insectos gigantescos recorrían las calles protestando verdades al empedrado indiferente. Y aquella enorme luna de verano detrás del cementerio, cuando los viejos del barrio contaban mil historias y ningún cuento, mientras el ulular de las lechuzas entonaba la noche en un marco perfecto para que salieran los fantasmas que eran solamente fantasmas del recuerdo.

Sigo atisbando en mi memoria y aflora al instante ese cúmulo de espectros ya sin cuna, ya sin penas, y a través de los cristales tornasolados del tiempo se deshacen en un prisma alegórico robándole al presente un instante de gloria.

Este halo que te envuelve Buenos Aires, lo añora el poeta y el malandra. Rodando se fueron aquellas reliquias, rodando se fueron y no volverán. Prepara el futuro su propia coartada barrenando los datos del hoy al pasar, porque a pesar de todo no se irán estos recuerdos como no se fueron los otros, y en la celada del tiempo, nuevamente todo volverá a comenzar.

sábado, 18 de julio de 2009

CAPÍTULO I: EL CLAMOR DE ISOLDA

¿Cómo podré vivir, cielos, entre la intriga que el castillo encierra? ¿Cómo huir del Infante y su lujuria que se pierde tras mis pasos sin que mi alma ceje en el empeño de rechazar su arrojo?
¡Válgame Dios! En mala hora me habéis dado el don del que yo reniego, que por ser hermosa sufro y peno, que sólo por ser doncella de noble estirpe los caballeros de Castilla osan mancillar mi nombre por no poder mancillar mi cuerpo.
¿Dónde estáis don Alfonso, dueño de mi corazón y de mi vida? ¿Dónde vuestra espada cuyo filo corta el aire que respiro y la rosa que una vez me ofrecisteis como prenda?
¿No escucháis acaso el palpitar de mi corazón desbocado que pugna por vuestra presencia y vuestro honor? No pisaréis las barbacanas sino por arte de saetero que el castillo defiende, más soy yo quien debe ser defendida por vos y por los cielos que cubren mi desdicha…
¡Ay de mí! Noche traicionera que develáis mis sueños ante los ojos del mundo. Más los sueños de esta doncella jamás serán abandonados porque de los sueños vivo, a los sueños me debo y sin sueños soy una sombra sobre el muro.
Yo os lo digo noche amarga, como que Isolda es mi nombre aunque mi Señor no lo pronuncie más que entre el eco de su pecho…

miércoles, 15 de julio de 2009

EL TREN

Empujé con fuerza la pesada puerta de entrada. De madera, robusta y vieja, crujió de impotencia mientras me abría paso hacia el recibidor, fiel estampa del siglo pasado. Una atmósfera enrarecida por el paso del tiempo me envolvió como un presagio de penas. Edith respiró profundamente, esbozó una sonrisa deslucida y me tendió una mano delgada y fría que apenas rozó mis dedos. Era un gesto evidente de protocolo, nada más. Podía percibir el disgusto que le producía mi presencia. No puedo negar que a mí la mujer me desagradaba de igual modo, haciendo recíproco un sentimiento primigenio pero a la vez difícil de ocultar.

Después de tantos años de ausencia yo volvía a la casa para quedarme definitivamente en ella. Se habían apolillado los recuerdos entre vestidos brillantes y pomposas fiestas de sociedad que atenazaban mi infancia a un rito banal. Cuando tuve suficiente edad para manejar mi vida pude, al fin, poner distancia entre la frivolidad cotidiana que allí se manifestaba y los últimos resabios de mi adolescencia ávidos de sentimientos verdaderos.

Hasta que el destino, o yo misma, quién sabe, me empujó nuevamente hacia mi hogar primero justo cuando éste no albergaba más que fantasmas y aquella mujer, Edith, que otrora fuera la mano derecha de mi madre y que ahora paseaba su apergaminada figura por el recinto como si fuera suyo. A pesar de todo me apesadumbraba resquebrajar los sueños de la anciana y palpitaba con desasosiego su reacción cuando llegara el momento de decirle que tenía que abandonar “mi” casa. Si bien había quedado soltera, tenía una familia bastante numerosa compuesta por hermanos y sobrinos que en reiteradas oportunidades quisieron llevarla vivir con ellos. Edith siempre se había negado. Atrapada en su propio mundo de celofán veía pasar la vida, que se perdía a lo lejos, sin que siquiera intentara un gesto de entusiasmo por alcanzarla.

Y ahora llegaba yo, tontamente a destiempo, sin un centavo en el bolsillo como para poder mantenerla a mi servicio. Ella debía marcharse y así se lo hice saber. Aquél rostro enjuto apenas dejó entrever una ceja alzada a modo de perplejidad y con un ademán de disculpa subió a su habitación para preparar, según yo creía, su equipaje. Al cabo de un breve tiempo, demasiado breve, la vi descender las escaleras con su único vestido de calle, tratando de mantener la dignidad de su figura desgarbada. Entre sus manos apenas sostenía una carterita negra ajada y fuera de moda. Hubiera querido decirle algo, pero no pude. Se inclinó levemente ante mí a modo de despedida y girando rápidamente traspuso el umbral de la casa.

Caminé tras ella para cerrar la puerta y alcancé a ver cuando corría desesperadamente hacia aquel tren de la vida que hacía su última parada en el andén de mi casa. Con un postrer esfuerzo trepó al estribo de las ilusiones, levantando su mano derecha para saludarme con una sonrisa entre sus labios que jamás le habría adivinado, mientras el tren se ponía en marcha devorando los fantasmas del pasado y acortando las distancias del olvido.

jueves, 9 de julio de 2009

LA ESPERA


Espero…
Y mientras espero veo pasar la vida como quien ve pasar el tren de la mañana, todo ilusión, que se va diluyendo a lo largo del día para morir por fin en brazos de la noche.

Gente que va y que viene con sus historias a cuestas, algunas cargando su cruz, otras caminando sin que la levedad de sus pies le permitan tocar el frío asfalto de este invierno porteño. Amalgama imposible de definir en sus rostros multifacéticos, en sus ojos tornasolados por el crisol de las razas y el tiempo.

Es bueno esperar. Es bueno mirar y ver…
Detener la marcha es un privilegio en una ciudad devoradora de hombres y de esperanzas. Aprovechar ese privilegio es caminar agotando la inmovilidad de un momento único y esquivo, tratando de que se quede prendido como un abrojo a la memoria de las Letras.

Hasta que la espera termina, como todas las cosas a las que estamos acostumbrados. El tren está próximo a mancillar la estación del ocaso con su avasallante transitar de penas. Y yo aquí, olvidando la espera que se me ha escapado de las manos con la nostalgia de las cosas perdidas, que mañana serán sólo el recuerdo de este día en que me pude detener e igualmente seguí viviendo.


sábado, 4 de julio de 2009

SENDEROS


Miré hacia el horizonte, allí donde el alambrado de púas le arrancaba un ramillete de sangre al magistral ocaso. El viento húmedo me azotaba el rostro tratando de desprender esos recuerdos que dolían pero que me negaba a abandonar porque eran parte de mi historia.

Sin volver la vista seguí mi camino hacia el Este. No sé si porque allí me esperaba la vastedad del mar o la grandeza del amanecer. Simplemente aposté a la vida, y casi sin quererlo, encontré un destino de sueños.

miércoles, 1 de julio de 2009

TODO MAR



El mar encrespó sus olas como decenas de gigantescas manos y atrapó al hombre en la profundidad de su silencio.

No supo qué ocurría ni qué estaba haciendo allí. Aquel lecho prolijamente preparado con sábanas de algas, le devolvió un brillo verde fosforescente al tiempo que un ejército de peces marchaba convencido hacia la nada, más allá de los colores, donde las sombras tenían sus fantasmas y los ecos apenas eran recuerdos de las alturas.

Sintió frío. Era como un rayo helado que le recorría el cuerpo y que no terminaba sino en los confines delirantes de aquel tormento húmedo. Y entre el borboteo enloquecido de las burbujas que escapaban de su boca, apenas pudo ver los contornos del último instante de su vida, mientras ésta se apagaba en la desesperación de los tiempos.

El hombre trató de aferrarse al madero invisible de las ilusiones pero ya ni siquiera tenía fuerzas para aferrarse a algún amor lejano, y se dio cuenta, con los ojos desorbitados ante la visión de la muerte, los brazos extendidos como una cruz humana y el gesto delirante del impotente, que debía rendirse ante el espanto.

Y de improviso, un golpe. Pensó que era el último. Cerró los ojos y se dejó arrastrar mansamente sin sospechar siquiera que allá arriba, donde aún soplaba el viento, estaban preparando la maquinaria de los milagros y lo habían obligado a cancelar su cita con la muerte.