Cuando el hombre cayó al suelo, derribado por la fuerza de sus puños, el otro se le echó encima como una bestia cebada por el olor de la muerte, y sin mediar palabra, insertó el estilete en el globo ocular de su víctima. El grito de dolor heló la noche, mientras el humor vítreo chorreaba por el rostro desencajado, mezclándose con la sangre oscura.
El atacante repitió su faena con el otro ojo,
mientras el dueño de aquellas cuencas vacías, perdía la consciencia ante el
espanto del tormento. Sólo en ese instante, el atacante se incorporó de un
salto y corrió por un callejón hasta alcanzar la Plaza Mayor.
La iglesia de San Jorge estaba en penumbras cuando
entró buscando con los ojos, los suyos, el confesionario. Al encontrarlo, se
hincó sobre la madera y pidió perdón, pero antes de obtenerlo, su estilete
entró y salió a través del ventanuco calado, dos veces. Suficiente para
sentirse dios y perdonarse.
Estarán asombrados por el tenor de este microrrelato ya que no es habitual que escriba en este estilo, pero fue el tema de un concurso y no quise desperdiciar la oportunidad de aceptar el desafío.