
El sonido del teléfono blanco la sobresaltó. Levantó el tubo con celeridad:
-Buenas noches, en qué puedo ayudarle. –Dijo con vos suave y tranquila. Del otro lado sólo se escuchaba un llanto desesperado, visceral, incontenible. Cristina esperó unos segundos pacientemente-. Todo mi tiempo es tuyo, tratá de tranquilizarte para que me puedas contar qué es lo que te pasa. –No sabía si era una persona mayor, o joven, tampoco interesaba, el tuteo tendía a acercar a la persona, a contenerla.
-No estás sola, estoy con vos, acompañándote en tu dolor… -Continuó. Del otro lado, el sollozo había cedido y en su lugar se escuchaba un suspiro lánguido y penoso.
-No aguanto más, quiero terminar con todo, -dijo con un hilo de voz aquella mujer desconocida-, mi vida es un desastre…
-¿Cómo te llamás? –Preguntó Cristina.
-Alejandra… pero eso no importa, ya no me importa nada… estoy decidida a matarme, tengo un revólver en la mano. –Cristina estaba esperando esta frase, la de siempre, la de la persona en crisis, la frase que la convocaba a ella como a una diosa pagana.
-Si ya estás decidida a hacerlo, te pido que charlemos un rato, no tenés nada que perder ¿te parece? –Del otro lado de la línea presintió el desconcierto, ¿no debían decirle acaso que era una locura, que no hiciera ese disparate? Cristina captó la duda de su interlocutora y aprovechó la circunstancia-. Te propongo lo siguiente, guardá el arma mientras charlamos, de otro modo te voy a tener que cortar… Te puedo acompañar en tu dolor, pero no te puedo acompañar en tu muerte…
Hubo un acceso de llanto primero, silencio después y enseguida un casi inaudible –Está bien, ya voy, pero por favor, no me cortés-.
Allí se presentó el segundo round que Cristina debía ganar, el decisivo, el que salvaría una vida o el que la dejaría escapar sin remedio. No tenía miedo, ni angustia, tenía la serenidad de saber que hacía todo lo que podía, no sabía si era suficiente, pero era todo lo que podía. Alejandra escuchó en silencio el monólogo que Cristina le ofrecía con el énfasis del amor, de la entrega… Allí tocaba las fibras más íntimas de ese ser desesperado como quien arranca una melodía majestuosa a un piano imaginario, más acá, hacía silbar el viento de la esperanza donde pronunciar esta palabra era casi una utopía. La atmósfera se perfumó con el aroma de la Vida cuando Alejandra comenzó a asentir, primero tímidamente, luego con el ánimo confortado.
Al colgar el teléfono, una hora después, Cristina no supo nunca qué había hecho Alejandra, sólo lo presentía. Alejandra no supo nunca que Cristina llevaba ese nombre y que le había salvado la vida a cambio de la inmensa satisfacción del deber cumplido… y que eso era lo único que iba a recibir, lo único y más valioso que alguien puede recibir…
Gracias a vos, sigo viva. Cristina era voluntaria en un centro de ayuda a personas en crisis, ésa era su paga, fabulosa.